Doña Clemencia
Doña Clemencia
Los vecinos no la acosaban preguntandole cómo lo hacía. Con los buenos resultados era suficiente. Aunque lo más curioso es que ella no les cobraba nada por el tratamiento. Decía que no necesitaba el dinero, que ese trabajo le daba lo suficiente para comer. Lo que hacía que aún tuviera más gente pidiéndole ayuda. Un día, se presentó en su casa un hombre con su hijo. El pequeño estaba tomando muy malas costumbres: desobedecía, decía muchas mentiras y empezaba a agarrar cosas que no eran suyas.
El hombre y su esposa ya no sabían qué hacer para corregirlo asique le pidió su ayuda. Doña Clemencia no pronunció palabra en ese momento. Se detuvo a mirar al niño fijamente, lo observó como si lo analizara. La cara del pequeño y el padre mostraban algo de nervios por la actitud de la anciana. Y fue entonces cuando ella dijo: -Niño, ven conmigo. Le tomó del brazo y lo arrastró a otra habitación. El niño luchaba y lloraba pidiendo ayuda al padre para no ir solo con la anciana.
El hombre apretaba los puños intentando mantenerse firme y confiando que su hijo cambiaría con aquel método. -No importa lo que escuche ahora. Pase lo que pase, no debe entrar en la sala. Tiene que esperar aquí.- dijo Doña Clemencia. Después de estas palabras, cerró la puerta de golpe. Pasaron unos minutos de silencio absoluto. El padre sentado en un sillón miraba al suelo pensativo. Por más que lo intentaba no lograba imaginarse lo que le podrían estar haciendo a su hijo allí dentro.
De pronto, comenzaron a escucharse unos gritos ensordecedores. Era su hijo quien los producía. Sonaba como si le arrancaran algo de las entrañas. El padre quería correr hacia la puerta y entrar pero recordó la advertencia de Doña Clemencia. Por su rostro corrían lágrimas al escuchar cómo su hijo sufría y él no podía hacer nada. Poco después, los gritos de dolor de su hijo cambiaron a varias voces. Ahora parecían distintas personas gritando. Ya no eran las de su pequeño. Y justo después, silencio total, volvió todo a la calma.
Al cabo de unos minutos salió Doña Clemencia con su hijo en brazos, desmayado. El padre se levantó asustado para ver cómo estaba. -¿Cómo está mi pequeño? ¿Qué le ha hecho? - No se preocupe - contestó la anciana- Su hijo estará bien. Solo tiene que descansar un poco. No fue fácil curarlo, pero lo hice. Doña Clemencia sacó de la habitación tres bolsas negras grandes. Parecían contener algo vivo dentro, como si fueran gatos. Pero el sonido que emitían no era parecido al de ningún animal doméstico. La señora luchaba por contener las 3 bolsas cuando de repente, una se rompió un poco.
El hombre pudo ver cómo una garra salía de dentro. -¿Qué lleva ahí? ¿Necesita ayuda? - ¡Nooo, nooo! Aléjese- gritó la anciana-. Estos son los que estaban dentro de su hijo. Los que le causaban tantos problemas. Agarre a su pequeño y llévelo a casa. Yo ya me encargo de lo demás. El padre no hizo más preguntas y se fue del lugar. Dos días después, el hombre volvió a la casa de Doña Clemencia a agradecerle su servicio. Su hijo había cambiado de manera radical. Ya no mentía, robaba ni se portaba mal. Estaba impresionado por lo que había conseguido la curandera.
Cuando llegó la encontró preparando su almuerzo. -Perdone que la interrumpa señora, veo que está cocinando. Sólo quería darle algo para agradecerle lo que hizo con mi hijo. Yo sé que usted no pide dinero, pero para algo lo debe necesitar, así que tómelo. El hombre le dejó unos billetes en la mesa. Doña Clemencia le dijo que no lo quería. Que con el servicio que hacía para sus clientes, ya le alcanzaba para comer.
La señora le daba vueltas a su comida cuando en la olla se asomó la misma garra que el padre había visto en aquella bolsa. De repente, lo entendió todo y quiso escapar de allí. -¡Espere! - le gritó la anciana con una sonrisa en la cara-. Me han dicho que usted tiene el terrible vicio de fumar y que no lo ha podido dejar. Acompañeme un momento…
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Los vecinos no la acosaban preguntandole cómo lo hacía. Con los buenos resultados era suficiente. Aunque lo más curioso es que ella no les cobraba nada por el tratamiento. Decía que no necesitaba el dinero, que ese trabajo le daba lo suficiente para comer. Lo que hacía que aún tuviera más gente pidiéndole ayuda. Un día, se presentó en su casa un hombre con su hijo. El pequeño estaba tomando muy malas costumbres: desobedecía, decía muchas mentiras y empezaba a agarrar cosas que no eran suyas.
El hombre y su esposa ya no sabían qué hacer para corregirlo asique le pidió su ayuda. Doña Clemencia no pronunció palabra en ese momento. Se detuvo a mirar al niño fijamente, lo observó como si lo analizara. La cara del pequeño y el padre mostraban algo de nervios por la actitud de la anciana. Y fue entonces cuando ella dijo: -Niño, ven conmigo. Le tomó del brazo y lo arrastró a otra habitación. El niño luchaba y lloraba pidiendo ayuda al padre para no ir solo con la anciana.
El hombre apretaba los puños intentando mantenerse firme y confiando que su hijo cambiaría con aquel método. -No importa lo que escuche ahora. Pase lo que pase, no debe entrar en la sala. Tiene que esperar aquí.- dijo Doña Clemencia. Después de estas palabras, cerró la puerta de golpe. Pasaron unos minutos de silencio absoluto. El padre sentado en un sillón miraba al suelo pensativo. Por más que lo intentaba no lograba imaginarse lo que le podrían estar haciendo a su hijo allí dentro.
De pronto, comenzaron a escucharse unos gritos ensordecedores. Era su hijo quien los producía. Sonaba como si le arrancaran algo de las entrañas. El padre quería correr hacia la puerta y entrar pero recordó la advertencia de Doña Clemencia. Por su rostro corrían lágrimas al escuchar cómo su hijo sufría y él no podía hacer nada. Poco después, los gritos de dolor de su hijo cambiaron a varias voces. Ahora parecían distintas personas gritando. Ya no eran las de su pequeño. Y justo después, silencio total, volvió todo a la calma.
Al cabo de unos minutos salió Doña Clemencia con su hijo en brazos, desmayado. El padre se levantó asustado para ver cómo estaba. -¿Cómo está mi pequeño? ¿Qué le ha hecho? - No se preocupe - contestó la anciana- Su hijo estará bien. Solo tiene que descansar un poco. No fue fácil curarlo, pero lo hice. Doña Clemencia sacó de la habitación tres bolsas negras grandes. Parecían contener algo vivo dentro, como si fueran gatos. Pero el sonido que emitían no era parecido al de ningún animal doméstico. La señora luchaba por contener las 3 bolsas cuando de repente, una se rompió un poco.
El hombre pudo ver cómo una garra salía de dentro. -¿Qué lleva ahí? ¿Necesita ayuda? - ¡Nooo, nooo! Aléjese- gritó la anciana-. Estos son los que estaban dentro de su hijo. Los que le causaban tantos problemas. Agarre a su pequeño y llévelo a casa. Yo ya me encargo de lo demás. El padre no hizo más preguntas y se fue del lugar. Dos días después, el hombre volvió a la casa de Doña Clemencia a agradecerle su servicio. Su hijo había cambiado de manera radical. Ya no mentía, robaba ni se portaba mal. Estaba impresionado por lo que había conseguido la curandera.
Cuando llegó la encontró preparando su almuerzo. -Perdone que la interrumpa señora, veo que está cocinando. Sólo quería darle algo para agradecerle lo que hizo con mi hijo. Yo sé que usted no pide dinero, pero para algo lo debe necesitar, así que tómelo. El hombre le dejó unos billetes en la mesa. Doña Clemencia le dijo que no lo quería. Que con el servicio que hacía para sus clientes, ya le alcanzaba para comer.
La señora le daba vueltas a su comida cuando en la olla se asomó la misma garra que el padre había visto en aquella bolsa. De repente, lo entendió todo y quiso escapar de allí. -¡Espere! - le gritó la anciana con una sonrisa en la cara-. Me han dicho que usted tiene el terrible vicio de fumar y que no lo ha podido dejar. Acompañeme un momento…
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